Las alertas de Google me han llevado hace unos minutos a un blog para mi desconocido hasta ahora. Su autor es Otto Cázares, joven artista plástico mexicano. Si queréis saber más de él, ésta es su web http://www.ottocazares.com/
Pero ha sido en su blog, donde hoy ha publicado este maravilloso escrito, que no me limito a enlazar, sino que quiero reproducir entero. Muchas gracias, Otto, tienes un don especial para percibir la luz y para plasmarlo en bellísimas imágenes y palabras.
El tenor Rolando Villazón (Ciudad de México, 1971) no es un caminante que vaya solitario a la vega del camino: su voz es tan luminosa que produce su propia sombra. Acompañado de claroscuro, lleno de contraste en la boca, el caminante y su sombra se despiertan entusiastas y de natural alegres, suben livianos, de un salto, la escarpada de una nota. La sombra toma del brazo a la luz y la ayuda a subir la Escala, la luz entonces, briosa, es ahora quien empuja por la espalda a la penumbra y aún ésta, da unos pasos más cuesta arriba y he aquí que la luz se arroja: ahí va Rolando Villazón, un Euforión dando un salto desde las alturas, su canto de luz y sombra deja un trazo esplendente y a veces su voz no es tanto sombra como baño de dorada luz de mañana.
Euforión es el niño-ladrón que, nacido en el momento de una “incitante música de cuerda puramente melodiosa” sale disparado desde dentro de la gruta en que se han unido Helena y Fausto al final de la desbordante 2ª parte de la Obra de Goethe. Niño irrefrenable, de “locos impulsos y vida exuberante” persigue a las bellas, escala, vuela; queriendo acceder a las más altas escarpadas, se lanza a los aires pidiendo la Facultad del Vuelo mientras el CORO, al unísono, presiente: “¡Ícaro! ¡Ícaro!”
El cuerpo de Euforión desaparece dejando una estela que sube como cometa a los cielos dejando en tierra vestidos, capa y lira. Su existencia fue tan rutilante como fugaz.
Pienso que Rolando Villazón es el prototipo del niño exuberante o de artista joven, y en la juventud del artista, se debaten el suicidio artístico por un lado y la esperanza de futura maduración por el otro. Hermanos de Villazón son Arthur Rimbaud y Franz Schubert, Vincenzo Bellini y Théodore Géricault, cimeros artistas jóvenes que llevaron inconfesado el suicidio artístico permeando sus creaciones. No conciente sino fantasmática, la autoinmolación artística supone para el joven creador la entrega febril y total a la Obra (en este caso, a la Interpretación) alejándose voluntariamente de la sabia y madura administración de las capacidades; desvelo e insomnes jornadas en lugar de diarias dosis equitativamente repartidas: estusiasmo que rapta y deja raptado al entusiasmado. El joven artista fija la Obra en el arrebato; o dicho de otro modo, desea ver apuntado, en las páginas de la historia, la propia Obra a costa de su continuidad. Un motivo importante para la voluntad de suicidio artístico -no el único pero pienso que quizás el más sugerente para este caso- es el fin de un discipulazgo: la aparición de la propia voz -ya distinta, ya contraria a la del Maestro- aparece en medio del océano como la mítica Atlántida y marca no sin violencia y agitamientos internos una Ruptura que se lleva a los límites del propio ejercicio artístico. El ocaso de Quirón comienza cuando el discípulo endereza, con dolores, la espalda.
El joven artista que hay en Rolando Villazón no murió en su inconfesado intento de suicidio artístico. Regresa a los escenarios como Maestro de su propia voz claroscura, tan luminosa que su trazo proyecta su propia sombra. Es su compañera y la lleva como desgarradura en el pecho. Rolando Euforión hará las veces de superviviente de su propio genio. Con luminosa insolencia de sí mismo su canto deberá dirigirse hacia una ética de la voz propia, deberá decir: “He aquí a los Maestros y heme aquí entre ellos, grande entre los grandes ¡Mis iguales!”…
Euforión es el niño-ladrón que, nacido en el momento de una “incitante música de cuerda puramente melodiosa” sale disparado desde dentro de la gruta en que se han unido Helena y Fausto al final de la desbordante 2ª parte de la Obra de Goethe. Niño irrefrenable, de “locos impulsos y vida exuberante” persigue a las bellas, escala, vuela; queriendo acceder a las más altas escarpadas, se lanza a los aires pidiendo la Facultad del Vuelo mientras el CORO, al unísono, presiente: “¡Ícaro! ¡Ícaro!”
El cuerpo de Euforión desaparece dejando una estela que sube como cometa a los cielos dejando en tierra vestidos, capa y lira. Su existencia fue tan rutilante como fugaz.
Pienso que Rolando Villazón es el prototipo del niño exuberante o de artista joven, y en la juventud del artista, se debaten el suicidio artístico por un lado y la esperanza de futura maduración por el otro. Hermanos de Villazón son Arthur Rimbaud y Franz Schubert, Vincenzo Bellini y Théodore Géricault, cimeros artistas jóvenes que llevaron inconfesado el suicidio artístico permeando sus creaciones. No conciente sino fantasmática, la autoinmolación artística supone para el joven creador la entrega febril y total a la Obra (en este caso, a la Interpretación) alejándose voluntariamente de la sabia y madura administración de las capacidades; desvelo e insomnes jornadas en lugar de diarias dosis equitativamente repartidas: estusiasmo que rapta y deja raptado al entusiasmado. El joven artista fija la Obra en el arrebato; o dicho de otro modo, desea ver apuntado, en las páginas de la historia, la propia Obra a costa de su continuidad. Un motivo importante para la voluntad de suicidio artístico -no el único pero pienso que quizás el más sugerente para este caso- es el fin de un discipulazgo: la aparición de la propia voz -ya distinta, ya contraria a la del Maestro- aparece en medio del océano como la mítica Atlántida y marca no sin violencia y agitamientos internos una Ruptura que se lleva a los límites del propio ejercicio artístico. El ocaso de Quirón comienza cuando el discípulo endereza, con dolores, la espalda.
El joven artista que hay en Rolando Villazón no murió en su inconfesado intento de suicidio artístico. Regresa a los escenarios como Maestro de su propia voz claroscura, tan luminosa que su trazo proyecta su propia sombra. Es su compañera y la lleva como desgarradura en el pecho. Rolando Euforión hará las veces de superviviente de su propio genio. Con luminosa insolencia de sí mismo su canto deberá dirigirse hacia una ética de la voz propia, deberá decir: “He aquí a los Maestros y heme aquí entre ellos, grande entre los grandes ¡Mis iguales!”…